domingo, 22 de febrero de 2009
Amar hasta el dolor
Adiestramiento materno
La noche estaba tranquila y algunas nubes sueltas, plateadas por la luna de setiembre, corrían con apacible tranquilidad por el límpido cielo. En el caserón de Don Genaro, hombre que había emigrado muy joven de Italia, reinaba inmensa alegría para toda la familia y parientes cercanos.
Cristina, joven bellísima, contaba con diecisiete años y se casaba con Jamur, muchacho jovencito y muy presentable, pero un poco suelto de bolsillo para sus gastos, que mal había conseguido algunos muebles de pino para armar su casa. Jamur, descendiente de sirios, no fue bien recibido por Genaro y algunos miembros de la familia. Genaro deseaba un partido mejor para Cristina, tan linda de ojos y de cutis de porcelana, que parecía pétalos de rosas. Genaro casaba a su última hija, y conforme decía: “pagaba todo doble”.
De acuerdo a la tradicional fertilidad de la raza italiana, tenía once hijos; tres hombres, fuertes y bien dispuestos y ocho mujeres, siendo Cristina la última en casarse. Don Genaro, que así gustaba que lo llamaran, tenía setenta años de edad y esperaba pasar el resto de su vida sosegadamente, junto a su esposa Carolina. Mientras tanto, hasta el presente, ese placer le fue imposible alcanzarlo, pues a medida que aumentaban los yernos, las nueras y los nietos, se le creaban nuevos compromisos que no le dejaban cumplir ese sueño dorado de la vida apacible de abuelo.
Alrededor del gran caserón de don Genaro, como queriendo matizar la fiesta, los árboles llenos de flores, exhalaban delicados perfumes, que hacían el ambiente muy encantador. Las mujeres corrían, de un lado para otro, preparando lo necesario para la comida, abrían cajones, armarios y a su vez destapaban botellas. De la cocina provenía un aroma apetitoso del “rissotto” condimentado al gusto italiano, que a su vez se mezclaba con el olor de los lechones y pollos, por un lado, más los asadores que en fila abrasaban los costillares.
-¡Quien desea vino, lo tiene en la heladera; quien no agrada del vino, tiene “chopes” en el barril, allá en el patio! -avisaba don Genaro, todo eufórico.
Se demostraba muy feliz cumpliendo como anfitrión, haciendo gala de sus abundantes recursos, en forma un tanto ingenua:
-Ustedes, ¿qué hacen ahí? -exclamaba, a la vez que las señalaba con el dedo, mientras que las mujeres no le prestaban la mínima atención.
- ¿Quién dijo que va a faltar comida? ¡Miren bien! ¡Porque en mi casa no va a faltar nada, y la gente se va a enfermar de tanto comer!
Doña Carolina sacudía la cabeza, como censurando a su marido, mientras le decía, en tono muy decidido:
-¡Genaro, vaya para adentro, hombre de Dios! ¡No se meta en la cocina, que son cosas de mujeres!
Se preparó para responder desaforadamente, cuando de pronto vio la figura encorvada del viejo turco Abrahán, que llegaba por detrás de la casa; después de haber saludado a los presentes, Genaro le sonrió jocosamente mientras asomaba un brillo sádico en sus ojos, pues el turco Abrahán, siempre conforme y bueno de genio, era el hilo a tierra de su carga sarcástica. Pero también era su mejor amigo y compañero para jugar al “truco”, “tres siete” y a la “escoba de quince”. Ambos pasaban los sábados por la tarde y los domingos, jugando en el fondo de la casa, mientras bebían vino del bueno y pellizcaban queso, aceitunas y algunos “bocadillos” preparados por la familia de don Genaro. Genaro miró atentamente al viejo Abrahán, vestido con ropa negra y se notaba, fuera de lo común, que se había peinado de tal forma, que sus cabellos estaban extremadamente duros. Don Genaro, lo volvió a mirar en dos oportunidades, examinándolo detenidamente, de arriba abajo. Después en un tono juicioso, largó la acostumbrada sorna, diciendo:
-¡Esto sí que está bueno! ¡Tuve que casar a la Cristina, para que vos tomaras un baño y te cambiaras de ropas! -Y resonó una intencionada risita, mientras el turco encogía los hombros, indiferente y acostumbrado, aparentemente satisfecho por aquellas ironías, que nada tenían de injurias, pero demostraban una amistad sincera. Don Genaro también vestía un traje negro, que olía a naftalina, amenazando romperse a causa del cuerpo voluminoso de su dueño. Su rostro, estaba arrebatado por causa del buen vino.
Acostumbraba a meterse las manos en los bolsillos del pantalón, tal como lo hacía cuando iba a ver las corridas de caballos. Estaba muy alegre con el bullicio de la gente, sintiéndose dueño de aquel gran motivo que a todos hacía felices, dado que era su última piedra colocada en la obra de su vida.
- ¡Papá! Saque las manos de los bolsillos. ¡Qué costumbre, censuró Clarita, la penúltima de las hijas casadas, que pasaba riendo delante de él con una bandeja de aperitivos.
El viejo se dio vuelta con tono brusco, pero al reconocer a su hija, apenas se dio por enterado.
- ¡Ah! ¡Sí! ¿Por qué no mandas a tu marido?
Y con gesto de desafío y molestia, encajó aun más las manos en el pantalón.
-La fiesta de Cristina, está sobresaliente -comentó el turco Abrahán sacudiendo la cabeza y mirando insistentemente la hilera de los asadores, que en ese momento el entendido clavaba el pinche reiteradamente sobre los lechones y pollos asados.
-¡Así es, hombre! -contestó Don Genaro, con amplia satisfacción. Y, eso que es un casamiento de gente pobre, de mucho trabajo. Conmigo no se da el caso que ningún convidado se vuelva a su casa con hambre y hable mal de la fiesta. Gusto de ver comer a la gente hasta que reviente, pues casamiento sin holgura, es comienzo de vida miserable.
Hablaba con tono petulante y capaz de escandalizar a cualquier persona extraña, que no le conociera su tono de chanza.
-Yo no voy a esos casamientos de alta sociedad -continuó diciendo, donde dan una copa de vino, unos pastelitos pequeños y unos bombones, para terminar. -Y, riendo ampliamente, sarcástico, sumamente divertido, y lleno de alegría continuó:
-Después del casamiento de los “finos”, dicen que los invitados, al terminar la fiesta, se van al restaurante a reforzar la dieta recibida.
Minutos después, las mesas estaban abarrotadas de alimentos. Comenzaron sirviendo la famosa “menestra”, sopa hecha con queso “parmesano” rallado -tan al gusto italiano, acompañado de pan casero y manteca fresca. Después la gustosa mayonesa de nuevo, aderezada con el exquisito aceite italiano, aceitunas, papas fritas, etc., etc. Finalmente tocó el turno a los costillares, pollos y lechones asados. Acompañando a los suculentos platos, se agregó ensaladas de tomates, lechuga, palmitos, pepinos y coliflor en conserva, reforzadas con aceitunas preparadas a la griega. La mesa daba para hartarse y el vino blanco, preparado por Don Genaro, hacía la delicia de los comensales.
- ¡Qué diablos de gente! -gritaba Don Genaro. ¿Dónde está la cerveza?
¿Escondieron los refrescos de uva, naranja y maracujá, para las mujeres y los niños?
Después que se terminó la prolongada comida, se colocaron las sillas contra la pared, rebatieron las mesas improvisadas con tablas de pino, para dejar el lugar previsto para el baile.
Don Lorenzo, el acordeonista avezado y de más renombre de los alrededores, se preparó para sus ejecuciones musicales, cuando Don Genaro, lo interrumpió:
-Vamos Lorenzo, toque algo bueno, que sirva para bailar de verdad. Toca algunos “chotis” para los amigos madrileños, unas “polkas” de las mejores y las “cuadrillas”, en vez de esa música que sólo se compone de “zambas”, “tangos” y “fox-trots”.
Lorenzo echó una mirada a los jóvenes y vio la cara de desagrado que las palabras de Don Genaro había ocasionado, al recomendar esa música anticuada para ellos. En un gesto compenetrado de artista y autoridad en la materia, replicó decisivamente:
-Los chotis y las polkas vendrán después, cuando los viejos quieran bailar; ahora vamos a tocar el vals para los novios y seguidamente, música para los jóvenes.
Cruzó las piernas, indiferente a la cara de desagrado de Don Genaro, inclinó la cabeza sobre el “acordeón” y “comenzó a tocar, mientras Jamur y Cristina, tomados del brazo y de la cintura comenzaron a bailar el vals. Como los novios habían decidido viajar muy temprano para la hacienda del “Rosedal”, se despidieron en lo mejor de la fiesta. Buscaron a Don Genaro y lo encontraron con el tío Clemente, bastante tocado por el vino y cantando desatinadamente una cancioneta italiana. A su alrededor estaban los amigos, de su edad, con los ojos llenos de lágrimas, recordando a su vieja Italia, la patria querida.
Don Genaro al despedirse, no pudo con su espíritu mordaz, diciéndole a Jamur, en un tono paternal, pero algo inquisidor:
-Debe asentar cabeza. ¡La vida de casado no es ir de fiesta!
Después, retribuyendo el abrazo cariñoso de Cristina, secó sus lágrimas en un pañuelo rosado, exclamando, serio y conmovido:
- ¡Dios te acompañe, hija mía, que seas muy feliz! -De repente, un poco alarmado, pasó la mano por la frente de Cristina y le preguntó: Cristina, ¿tienes fiebre?
-¡No es nada papá, es por los nervios del día!
La fiesta se prolongó hasta el amanecer. El cielo límpido anunciaba un día hermoso y lleno de sol. La suave brisa sacudía los árboles en flor, haciendo caer los pétalos suavemente sobre el césped. El caserón estaba casi vacío. Sólo quedaban algunos familiares y conocidos más íntimos, que intentaban tararear algunos pasajes de la ópera “II Trovatore”, donde Don Genaro hacía esfuerzos para hacer la parte de barítono. En ese momento estacionó frente al caserón un auto de alquiler, bajando Dogoberto, yerno de Don Genaro, aun con cara de sueño y con la fisonomía desencajada.
-¡Cristina está mal! -Dijo bruscamente-, Jamur la llevó a la Santa Casa. El caso parece muy serio.
La sorpresa y la desesperación quitó el brillo a los últimos encantos de la fiesta; y cuando los últimos parientes llegaron al hospital, Cristina estaba inconsciente y ardiendo a causa de la elevada fiebre. El cuerpo rígido y los pies extendidos, como si quisiera empujar algo hacia el frente. Los médicos le habían extraído un poco del líquido cerebroespinal y esperaban los exámenes del laboratorio. A las nueve de la mañana, y con dolorosa expectativa, el médico diagnosticó: ¡meningitis!
La desesperación se vio en todos los rostros de los familiares, pues Cristina era muy querida por todos sus familiares y vecinos. Cuando el médico le informó a Don Genaro, que su hija podría salvarse, pero que su cerebro quedaría perturbado, o paralítica para el resto de su vida, el efecto del vino pareció disiparse, pues comenzó a llorar irremediablemente. Pero, su hija querida, era joven y muy sana, de muy buena sangre y contrariando todo lo que el médico había dicho, sólo quedó con el brazo izquierdo defectuoso.
Pasaban los meses y ella sufría decepcionada porque no tenía ningún síntoma de gravidez, cosa que la hubiera hecho muy feliz. Se prestó a toda clase de “tests” ginecológicos y exámenes apropiados al caso, dando por resultado, que no podría gestar, pues la meningitis le había afectado los elementos y genes responsables para tener hijos. Después de dos años de esterilidad, ella y Jamur decidieron adoptar una criatura y fueron a escogerla en la “Maternidad Víctor de Amaral”. Era un niño fuerte, con unos pocos días de vida. Don Genaro, fanático por el “bel canto”, escogió para el niño, el nombre de Manrique, en honor al personaje principal de “II Trovatore”.
El niño creció sano, y de una belleza algo rara, muy afable de genio, tenía un singular parecido a Cristina, que le daba el toque de ternura y amor. Desgraciadamente, al regresar de una fiestita íntima de la familia, en una noche oscura, fría y desagradable, en medio de una persistente lluvia, propia del mes de junio, Manrique enfermó de una fuerte neumonía. A pesar de todos los esfuerzos médicos y recursos terapéuticos de la época, falleció, dejando a Cristina enloquecida de dolor y Jamur, pensaba en la forma cruel que el destino se ensañaba con él.
La desolación volvió de nuevo al hogar y por dos años no resolvieron hacer nada, pero Cristina, super-excitada por su amor materno, sintió necesidad de volver a ocupar el vacío dejado por Manrique. Ambos se consultaron al respecto y nuevamente adoptaron otro niño, que compensaría la desaparición prematura del primero.
Trajeron para el hogar otro recién nacido, extraordinariamente parecido a Manrique. En esta oportunidad, Cristina le puso el nombre de Eduardo, contrariando la preferencia de Don Genaro, que ya había escogido otro nombre del personaje de otra ópera. Nuevamente vieron crecer al hijo adoptivo, sano y alegre, siendo tan tierno y dócil como lo había sido Manrique.
Cuando Eduardito alcanzó los cuatro años de edad, la fiesta de su aniversario coincidió con un domingo espléndido, rebosante de sol. Los niños de la vecindad corrían bulliciosamente por el jardín. En la mesa del festejado, había una enorme torta, decorada en forma de castillo con cuatro velas y una gran cantidad de confituras que serían la delicia de los niños.
Cristina se movía muy feliz en medio de los convidados, amigos y vecinos, agradeciendo los cumplidos por el cuarto aniversario de su niño, tan querido por la vecindad.
Eran casi las seis de la tarde, el sol se escondía y plasmaba un bello paisaje en el horizonte, recortado por las casas, que parecían poner un broche de oro, a ese día tan feliz para Cristina. Jamur volvía del partido de fútbol que su club favorito había tenido esa tarde. Descendió del ómnibus dos cuadras más allá de su casa. Desde allí vio correr a los niños por el jardín y la vereda, haciéndole señas a Eduardito, como acostumbraba. El niño, en un arranque impetuoso y lleno de entusiasmo, corrió al encuentro de su padre adoptivo, con una sonrisa en la cara y los brazos en alto. Jamur se agachó a la entrada del puente de cemento que atravesaba el pequeño río Tibagi, en el centro de la calle, a media cuadra de su hogar, y levantó los brazos para recibir afectuosamente a Eduardito. De repente, un grito desgarrador, Jamur saltó hacia el frente; pero, ya era demasiado tarde. Eduardito, con el afán de correr hacia Jamur para abrazarlo, al salir de las sombras de las casas, recibió los rayos solares de golpe, que lo cegaron momentáneamente, errando por muy pocos centímetros al puente, cayendo al lecho del río tres metros abajo, destrozándose la cabeza. Cuando Jamur gritó desesperadamente y corrió para ayudar al niño, ya estaba en los últimos estertores de vida. No se había ahogado, pues allí corría poca agua, sino, que se había destrozado el cráneo contra las piedras. El agua continuaba corriendo tranquilamente, pero manchada de sangre y con algunos restos de sesos del hermoso niño. Los gritos de los niños atrajeron a Cristina, la que corrió desesperadamente hacia el puente; se paró y miraba con ojos fuera de las órbitas, sin soltar una sola lágrima, viendo caminar por el lecho del río a Jamur con el cadáver del niño querido, con los brazos totalmente manchados de sangre. Cristina llevó su mano al pecho y se desmayó, y desde ese momento le sobrevino un estado de crisis nerviosa, que amenazaba quitarle la vida.
La existencia de Cristina fue una desventura y nunca más se conformó con la impiadosa fatalidad del destino. Perdió el gusto por la vida y se volvió apática ante las emociones más excitantes. A pesar de todos los esfuerzos que hacía Jamur para consolarla, Cristina se transformó en una compañera desolada, pero sin negarle el justo afecto de esposa. Tres años después, sus familiares intentaron despertarle nuevamente el interés por la vida. Para tales efectos, Don Genaro, Jamur y otros de la familia, colocaron en la puerta de la casa, a altas horas de la noche, un niño que habían retirado de un orfanato espirita. Cristina al principio lo rechazó, luego, la posibilidad de criar un nuevo hijo, en base a que su amor materno no la abandonaba, terminó por aceptarlo. Inmediatamente comenzó a vibrarle en su alma, el instinto de madre, haciéndole comprender íntimamente, que ella jamás viviría tranquila si no ofrecía su sentimiento materno a alguien.
Esta vez Jamur puso al niño el nombre de Elías, en memoria de su abuelo paterno. Ese niño tuvo una infancia común a todos los niños, con las enfermedades propias de su desarrollo y que también son las preliminares, para aprender a soportar los dolores futuros. Infelizmente, al poco tiempo, Elías demostró ser un niño de mal genio, irritable y destructivo, sin parecerse en nada a los dos anteriores. Además de tener el mal carácter, cada vez se volvía más antipático para todos en general, pues castigaba a perros y gatos, mataba a los pájaros que estaban a su alcance y destruía nidos, insectos y gusanos. Era un enorme placer arrancarle los botones a las flores y los frutos verdes. Rompía los juguetes de sus compañeros y destrozaba todo cuanto sus manos tocaban. Era brusco, intolerante y obstinado en sus hazañas malévolas. A los trece años comenzó a demostrar adversidad por sus padres y mal lograba contenerse ante las suaves advertencias de Cristina. Jamur puso en juego toda su inteligencia y le hizo mil promesas de recompensas para inducir a Elías a que estudiara o trabajara. Todo era en vano, pues el niño era totalmente negativo y cultivaba las peores amistades de su barrio. Cuando llegó a los dieciocho años, los padres estaban extenuados por el esfuerzo realizado, de criar aquel hijo bruto, indócil e inescrupuloso. Cristina había vendido todas sus joyas para cubrir el pago de algunas facturas y cheques falsos de Elías, mientras que Jamur, había empeñado algunos sueldos para evitar la infamante prisión de su hijo adoptivo. Elías, sin escrúpulos de ninguna especie, tomaba todos los valores y bienes de su padre, para gastarlos en fiestas nocturnas en los prostíbulos de más baja ralea de la ciudad. Finalmente, en un “día aciago”, descubrió que no era hijo legítimo de Cristina y Jamur, tornándose rebelde y vengativo. Aprovechando la ausencia de sus padres, un buen día cargó con todas las cosas de más valor del hogar, y huyó en compañía de una mujer de pésima reputación, hacia el norte de Paraná. Allá comenzó a cometer toda clase de delitos, hasta que fue prendido y condenado a cinco años de cárcel.
Cristina, la mujer hermosa de tan lindos ojos y de piel muy fina, se transformó en una persona de cara enfermiza, cabellos blanquecinos y con aire de tristeza; su alma se dejó llevar por un dolor invencible e inmensurable. Su espíritu dudaba de toda posibilidad de bien para su persona, ya no cantaba con aquella voz dulce y cristalina, ni tampoco se la veía reír más.
La Ley espiritual que es magnánima, en un momento oportuno le proporcionó el esclarecimiento que tanto necesitaba, para poder comprender el móvil de su triste existencia. Cierta noche Se gran tormenta, fue obligada a pernoctar en la casa de Nilza, su hermana, casada con Dagoberto -devoto espirita- en la misma noche que tocaba sesión mediúmnica. Aunque poco le importaba aquella reunión espirita, se vio obligada a participar por consideración a sus familiares y por otra parte, por educación y amor a su hermana carnal. Salustiano, el espíritu mentor de los trabajos mediúmnicos, después de transmitir su mensaje inicial, se dirigió a Cristina y le dijo: “Fui encomendado para darle un poco de consuelo y también algunas explicaciones sobre la desventura de vuestra vida y dolores en el mundo terreno. En estos momentos, algunos amigos espirituales le están suministrando fluidos sedativos y avivan vuestra memoria espiritual del pasado, para que comprenda el significado de la historia que voy a exponerle.”
A pesar de su incredulidad, Cristina se sintió reanimada por primera vez, después de muchos años de sufrimientos cruciales. Salustiano pronunció algunas palabras afectuosas y continuó diciendo:
-En el siglo pasado, en Catania, ciudad de la provincia de Sicilia, en Italia, una joven muy hermosa, llamada Angelita se casó con un tal Marcelo, joven noble y honesto y de un alma excelente. Cinco años después, ambos tenían algunos bienes y joyas, cuyos valores esperaban convertirlos para hacer el hogar soñado. Sin embargo, entre los dos cónyuges, día a día se observaba una diferencia emotiva y espiritual, pues mientras Marcelo adoraba el calor del hogar y el entretenimiento de los hijos, Angelita, disconforme e indócil, se rebelaba contra los deberes comunes y domésticos, inclinándose, de a poco, hacia una vida improductiva y caprichosa. Se ausentaba del hogar en compañía de vecinas volubles, buscando diversiones tontas y peligrosas, olvidando el cariño materno hacia los hijos, o interpretando como timidez y servilismo, la tolerancia espiritual del esposo. Se irritaba con frecuencia, tratando de justificar su evasión del hogar y su compostura incorrecta.
En esa época, se instaló en Catania una compañía de espectáculos de variedades, donde sobresalía un joven intérprete de “cancionetas” regionales. Era un mozo de porte vistoso, muy preocupado por su apariencia física. Amanerado en sus gestos, trataba de impresionar favorablemente a las jóvenes casaderas del pueblo. Su voz no era lo que realmente trataba de aparentar, pero su habilidad de combinar la mímica a los fragmentos románticos, algunas veces le favorecía y lograba conmover a la platea femenina. Mientras tanto, el cantor no gozaba de muy buena fama; lo criticaban de mujeriego, atrevido y responsable por destrozar la felicidad de algunas jóvenes imprudentes y sin experiencia alguna de la vida.
Angelita, disconforme con la existencia que llevaba junto al marido y sus dos hijos, no prestó atención a las malas noticias respecto al cantor. Ansiosa de liberarse de los deberes humillantes y prosaicos del hogar, pasó a corresponder a los requerimientos amorosos y capciosos. El, mientras tanto, veía una excelente presa para explotar.
Un buen día, valiéndose de la ausencia del esposo, tomó todas sus joyas y cosas fáciles de llevar y huyó de Catania con el joven galanteador. Vivieron juntos el tiempo necesario para disipar la pequeña fortuna, robada a su esposo. Después la abandonó en una ciudad extraña y lejos de su hogar. Desesperada y en la miseria, Angelita terminó por entregarse a la prostitución, arrepentida de la falta de amor materno hacia sus dos hijos y de la traición cometida contra su fiel esposo.
El guía Salustiano hizo una pausa en su narración, pareciendo medir el efecto de las palabras:
-El espíritu de Angelita encarnó en la tierra, en la ciudad de Curitiba, a fin de rehacerse del pasado delictuoso y poder despertar nuevamente el sentimiento materno atrofiado en el pasado. Bajo la regencia de la Ley Kármica, que le preparó la rectificación espiritual, Angelita fue atacada de meningitis en su noche de casamiento y fue imposibilitada de procrear hijos, cuya causa materna no justificó en su vida anterior. Desilusionada por la falta de hijos en el hogar triste y vacío, ella fue al encuentro de la maternidad, adoptando un niño atrayente, que le avivó los sentimientos de madre y propio de toda mujer. Mas la Ley es justa e implacable, le arrebató el hijo a los tres años de edad, víctima de una enfermedad pulmonar e incurable. A pesar del dolor irrecuperable por la pérdida del niño, pero excitada en su primera experiencia maternal, Angelita adoptó el segundo niño, semejante al primero en sus condiciones espirituales.
Desgraciadamente, el segundo hijo terminó su existencia a los cuatro años de edad, después de adiestrarla en sus sentimientos maternos, cada vez más intensos, y definitivamente preparada para la prueba kármica y drástica de adoptar el tercer e inadaptado lujo, colmado de defectos y faltas. Los dos primeros, bellos y buenos le activaron la pasión de madre, hasta la medida de poder soportar la crianza de un tercer hijo.
Salustiano se detuvo unos instantes, mientras Cristina se sentía aplastada en lo íntimo de su ser. A pesar de no creer en el Espiritismo, preguntó decididamente:
-Los dos hijos primeros de la desventurada Angelita, ¿tuvieron que morir para que su madre fuera castigada por sus pecados, cometidos en el pasado?
-Es conveniente recordar, querida hermana, que no existe castigo en el proceso de rectificación kármica, sólo reeducación de nuestros sentimientos a fin de recuperarnos, a la ventura perdida, por medio de nuestra inteligencia espiritual. Los dos niños desencarnados prematuramente, eran encarnaciones del mismo espíritu, que a través de los pocos años de vida física, descendió a la carne para efectuar la “descarga” de los fluidos tóxicos que estaban adheridos a su periespíritu y transferirlo para el “secante” o “cuerpo absorbente” que es el cuerpo humano. Era una entidad amiga de Angelita, que había aceptado el encargo de incentivar el sentimiento materno de la madre adoptiva, a fin de ayudarla a pasar la prueba kármica de reajuste espiritual.
-Sin embargo, el esposo de Angelita, en esa existencia ¿no sufrió la dolorosa prueba de perder los hijos adoptivos, cuando sólo le cabía la responsabilidad de adiestramiento materno a la esposa?
Hermana Cristina, no hay injusticia en la pedagogía espiritual, pues el esposo de Angelita, en aquel trance doloroso, también rescató sus imperfecciones espirituales del pasado, debido a culpas semejantes.
Cristina quedó en silencio, algunos momentos, totalmente confusa por haber querido justipreciar inadecuadamente algo que le era desconocido, pero sufría los impactos espirituales, ante la claridad y lógica de la historia narrada, que se debía a culpas semejantes a las suyas y que estaba reviviendo en el drama terreno.
-Díganme entonces, ¿por qué sobrevivió el tercer hijo, malo, cruel e inescrupuloso?
Salustiano parecía meditar profundamente, antes de responder. Después se decidió, esclareciendo con tono de advertencia espiritual:
-En nuestro peregrinar terreno, no estamos obligados a ligarnos a los espíritus imperfectos, primarios y faltos de discernimiento; pero seremos irremediablemente imantados a la órbita de esas criaturas, que acceden a nuestros caprichos o imprudencias. Escogemos los compañeros y tenemos que soportar pacientemente las ingratitudes y tropelías, propias de su padrón espiritual inferior, a las cuales unimos a nuestros destinos. Después de silenciosa expectativa, Salustiano terminó diciendo:
-El tercer hijo de Angelita, inescrupuloso y cruel, era el cantor de Catania, que ella imprudentemente ligó a su vida anterior, cuando abandonó a sus hijos y marido fiel. Espíritu primario y defectuoso, que la perjudicó seriamente por la seducción física, nuevamente vino a su encuentro, en la actual existencia, atraído por la ley, que dice ‘la siembra es libre, la cosecha obligatoria”.
Mientras Salustiano callaba conmovido, Cristina no conseguía sostener dos lágrimas, que le rodaron por el rostro torturado.
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