jueves, 12 de febrero de 2009

Vida en el Espacio


Según ciertas doctrinas religiosas, la tierra es el centro del universo y el cielo se alza formando una bóveda alrededor de nosotros. En su parte superior, según dicen, es donde se encuentra la morada de los bienaventurados y el infierno, mansión de los condenados, prolonga sus sombrías galerías por las mismas entrañas del globo.
La ciencia moderna, de acuerdo con la enseñanza de los Espíritus, presentándonos el universo sembrado de innumerables mundos habitados, ha dado un golpe mortal a aquellas teorías. El cielo esta en todas partes; por todas partes se encuentra lo inconmensurable, lo insondable y lo infinito; en todas partes hay un hormigueo de soles y de esferas en medio de los cuales nuestra tierra no es más que una unidad minúscula.
En el seno de los espacios no hay más que moradas circunscritas a las almas. Siendo libres y puras, éstas recorren la inmensidad y van a donde les llevan sus afinidades y sus simpatías. Los Espíritus inferiores, grávidos por la densidad de sus fluidos, permanecen como aferrados al mundo donde han vivido, circulando por su atmósfera o mezclándose con los humanos.
Los goces y las percepciones del espíritu no resultan del ambiente que ocupa, sino de su estado personal y de los progresos realizados. Un espíritu retrasado de periespíritu opaco y envuelto en tinieblas puede encontrarse con el alma radiante cuya forma sutil se preste a las sensaciones más delicadas, a las vibraciones más extensas. Cada uno lleva en sí su gloria o su miseria. La condición de los Espíritus en la vida de ultratumba, su elevación, su felicidad, todo depende de su facultad de sentir y de percibir, que es proporcional a su grado de adelanto.

Ya vemos aumentar sobre la tierra los goces intelectuales con la cultura interior. Las obras literarias y artísticas, las bellezas de la civilización, las más altas concepciones del genio humano permanecen incomprendidas por el hombre salvaje y aún por muchos de nuestros conciudadanos. Así, pues, los Espíritus de orden inferior, como ciegos en medio de la naturaleza llena de sol o como sordos en un concierto, permanecen indiferentes e insensibles ante las maravillas de lo infinito. Estos Espíritus, envueltos en fluidos espesos, soportan las leyes de la gravitación y son atraídos por la materia. Bajo la influencia de sus apetitos groseros, las moléculas de sus cuerpos fluidicos se cierran a las percepciones exteriores y les hacen esclavos de las mismas fuerzas naturales que gobiernan a la humanidad. Nunca se insistiría demasiado en este hecho, que es el fundamento del orden y de la justicia universales: las almas se agrupan y se escalonan en el espacio según el grado de pureza de su envoltura; la categoría del espíritu esta en relación directa con su constitución fluídica, la cual es su obra propia, la resultante de su pasado y de todos sus trabajos. Ella es la que determina su situación, en ella es donde encuentra su recompensa o su castigo. Mientras el alma purificada recorre la vasta y radiante extensión, mora a su antojo en los mundos y apenas ve los límites de su impulso, el espíritu impuro no puede alejarse de los globos materiales.
Entre estos estados extremos, numerosos grados intermediarios permiten a los Espíritus semejantes agruparse y constituir verdaderas sociedades celestiales. La comunidad de ideas y de sentimientos, la identidad de gustos, de opiniones y de aspiraciones atraen y unen a esas almas que forman grandes familias.
La vida del espíritu avanzado es esencialmente activa, aunque sin fatigas. Las distancias no existen para él. Se transporta con la rapidez del pensamiento. Su envoltura, semejante a un vapor ligero, ha adquirido tal sutilidad que se hace invisible para los Espíritus inferiores. Ve, oye, siente, percibe, no ya con los órganos materiales que se interponen entre la naturaleza y nosotros e interceptan el paso a la mayor parte de las sensaciones, sino directamente; sin intermediarios, con todas las partes de su ser. Así, pues, sus percepciones son mucho más claras y múltiples que las nuestras.
El espíritu elevado nada de cualquier modo en el seno de un océano de sensaciones deliciosas. Cuadros cambiantes se desarrollan ante su vista, armonías suaves le arrullan y le encantan. Para él, los colores son perfumes y los perfumes sonidos. Y aunque sus impresiones son exquisitas, puede sustraerse a ellas y recogerse a voluntad, envolviéndose en un velo fluídico y aislándose en el seno de los espacios.
El espíritu avanzado queda libre de todas las necesidades del cuerpo. La alimentación y el sueño no tienen para él ninguna razón de ser. Deja para siempre, al abandonar la tierra, los vanos cuidados, las alarmas, todas las quimeras que emponzoñan la existencia terrena. Los Espíritus inferiores llevan consigo, más allá de la tumba, sus costumbres, sus necesidades, sus preocupaciones materiales. No pudiendo elevarse por encima de la atmósfera terrestre, vuelven a participar de la vida de los humanos, a intervenir en sus luchas, en sus trabajos y en sus placeres. Sus pasiones y sus apetitos, siempre despiertos, les abruman sobreexcitados por el continuo contacto con la humanidad y la imposibilidad de satisfacerlos supone para ellos una causa de sus torturas.
Los Espíritus no necesitan de la palabra para comprenderse. Como quiera que se refleje cada pensamiento en el espíritu como una imagen en un espejo, cambian sin esfuerzo sus ideas con una rapidez vertiginosa. El espíritu elevado puede leer en el cerebro del hombre y discernir sus más secretos designios.
Nada le queda oculto. Escruta todos los misterios de la naturaleza y puede explorar a su antojo las entrañas del globo y el fondo de los océanos y considerar en ellos los restos de las civilizaciones desaparecidas. Atraviesa los cuerpos más densos y ve abrirse ante sí los dominios impenetrables por el pensamiento humano.

(Después de la Muerte, Leon Denis)

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