martes, 1 de junio de 2010

Enfrentando las tentaciones


Así como es muy difícil encontrar en la Tierra quien esté siempre en perfecto estado de salud física, más difícil es aún encontrar alguien con perfecta salud moral. Nadie es perfecto en este mundo. Así como la atmósfera y las condiciones materiales influyen directamente en nuestro organismo predisponiéndolo a ciertas enfermedades, los elementos espirituales que nos rodean influyen sobre nuestra condición moral. Se aprovechan de las cosas más insignificantes, para provocamos sufrimientos y malestar interior, objetivando mortificarnos o detenernos en la vía del progreso. Los elementos espirituales que nos cercan se infiltran constantemente en nuestro psiquismo, como los elementos atmosféricos lo hacen, en relación a nuestro cuerpo. Y crean a nuestro alrededor condiciones propicias al desarrollo de enfermedades, si no estamos aptos a rechazarlas. Así, pues, debemos estar prevenidos, para ahuyentar a ambas influencias. Mas así como, por mayores que sean nuestras precauciones, no podemos alejar del todo las influencias del frío y del calor, en sus bruscas variaciones, tampoco podemos evitar completamente las tentaciones. Lo que podemos hacer es no caer en sus redes. Aquí, pues, debe estar la base de nuestro método. En esto debemos poner toda nuestra atención, todo nuestro cuidado, aunque nos cuesten un gran sacrificio. ¿Qué hacemos con los elementos atmosféricos? En el invierno, nos abrigamos y en el verano aliviamos las ropas y procuramos los lugares frescos. Mas si, con eso, no evitamos las molestias del tiempo, tenemos que conformarnos y no darles importancia. Sufrimos resignadamente y procuramos resistir cuanto posible, diciendo «Esto es el frío», o «Así es el calor», y concluimos: «Luego pasará», sin incomodarnos más. De la misma manera debemos hacer con las tentaciones. Porque constituyen un mal que alcanza a todos, no hay nadie que no las sufra. Casi diríamos: es una condición necesaria. Y casi nos atreveríamos a afirmar, indispensable a nuestro progreso. Entiéndase, sin embargo, que la tentación no tiene siempre y para todos los individuos el mismo carácter y las mismas formas. De la misma manera que los grados de la virtud y de los defectos son múltiples, también son muchas las variedades de la tentación. No siempre el espíritu que nos tienta se limita a excitar deseos y pensamientos malos en nuestra mente. A veces penetra en nuestra consciencia y nos hace sentir deseos que nos parecen necesidades propias, que debemos satisfacer. Tanto pueden ser los de orden física, como la sensualidad y las extravagancias variadas, el descanso indebido, los vicios, y así por delante, como pueden ser los de orden moral, como deseos de venganza, de crítica maldosa, de pasiones exageradas o de repulsa para determinadas personas. Hay criaturas de suficiente rectitud y de tan buenas intenciones, que el espíritu de las tinieblas encuentra mucha dificultad en penetrar en su íntimo. Muy a menudo, sin embargo, acontece que esas personas, a la primera contrariedad, sueltan palabras inconvenientes, en tono áspero, o se excitan por poca cosa, y empero nada de mal sintiesen en su íntimo, el espíritu de las tinieblas, que las venía acechando, se aprovecha de la oportunidad para hacerlas caer. Generalmente, la tentación acomoda sus raíces en nuestro entendimiento, y por eso la llamamos así, más no es solamente de esa manera que actúa el espíritu de las tinieblas, para hacemos caer. A veces sucede que sentimos una tristeza y un malhumor sin motivo aparente, o por motivo tan insignificante, que nos sorprendemos con su efecto. Este estado es más bien un inicio de posesión que una tentación. El espíritu que la causa puede no solamente robarnos la tranquilidad, más también comprometernos y alterarnos la salud. Otras veces, la forma de tentación o de la posesión es otra. Nos lleva a gustar demasiado de alguna persona, sin sabernos porque, a fin de hacernos cometer injusticias. Esto puede acontecer en el seno de la familia o con personas extrañas. Esa forma de acción, como la anterior, puede hacernos sufrir mucho, y necesitamos de mucha fuerza de voluntad para vencerla. Es entonces que debemos recordar las palabras del Maestro: «Orad y vigilad». Es cuando debemos mantener el pensamiento bien elevado y obrar con mucha justicia, evitando apartarnos en nada de nuestros deberes. Y, si asimismo no podemos apartar la posesión, ni por eso debemos desanimar, mas pedir y sustentar el pensamiento elevado, oponiendo una paciencia y una resignación a toda prueba a las malas influencias, pues de esa manera conseguiremos adelantarnos mucho. Estas penas ocultas, que a veces por nada en el mundo comunicaríamos a quien quiera que fuese, tiene gran mérito ante Dios y fortalecen mucho el espíritu encarnado. Nunca debemos olvidar que, en la Tierra, no tendremos jamás la paz completa, y que, si alguna vez llegamos a sentirla, será de poca duración. Así pues, cuando seamos atormentados por estados como ésos, deberemos ser fuertes, resistir y oponerles serenidad, paciencia y calma sin límites. Por otro lado, no debemos olvidarnos de que, a pesar del sufrimiento que ellos nos causan, desaparecen en un momento y nos dejan tranquilos; como si nada hubiésemos sufrido. Estas variaciones ocurren por causa de la lucha entre los espíritus que nos aman y los que nos aborrecen. Nunca debemos, pues, desconfiar de la ausencia de los seres espirituales que nos aman. Por el contrario, debemos confiar mucho en ellos y pedirles, suplicarles la protección, cuando nos veamos apurados, que mucho podrán hacer por nosotros, si nos ponemos en condiciones de recibir sus influencias beneficiosas. La tentación por pensamiento no nos causa tanto sufrimiento como la posesión. Para combatir ésta, debemos extirpar nuestras pasiones, nuestros vicios y deseos ilícitos. Todos conocen esta perturbación, menos los que están dominados por la incredulidad. Ella comienza así: el espíritu de las tinieblas hace que nuestros pensamientos y deseos ilícitos provoquen sensaciones y excitaciones, cuando se presenta una ocasión favorable. Tenemos entonces que cerrar las puertas del pensamiento a toda idea que represente una infracción de la ley divina. Y si, a pesar de la resistencia, continuamos excitados, debemos colocarnos en el lugar de la víctima y reflexionar si gustaríamos que nos robasen aquello que nos es más sagrado y más querido, procurando comprender lo que es justo. Parece por demás tratar de estos asuntos con los espíritas; sin embargo, no lo es. Cuando entramos en el Espiritismo, no somos perfectos. Muy por el contrario, tenemos a veces grandes defectos que combatir. Y mucho más cuando el espíritu de las tinieblas, que nos dominaba en el tiempo en que nos entregábamos apenas a las cosas del mundo no quiere separarse de nosotros, agarrándose a lo que parecía de su dominio. A veces acontece, y es un fenómeno corriente a los que entran en el Espiritismo, que al conocerlo las personas sienten vivos deseos de transformarse tomando decisiones nuevas y alejándose de los deseos ilícitos. La resolución de seguir una vida nueva luego se concretiza. Durante algún tiempo, esas criaturas se limpian de todo. Más tarde sin embargo, las primeras impresiones se extinguen, poco a poco, y las personas comienzan a volver a ser lo que eran. Entonces, el espíritu que las dominaba retorna a la antigua morada, y ellas caen de nuevo. Si el espírita, en ese caso, no se apoya en la oración, en el amor, en la caridad, con un fuerte deseo de libertarse, las cosas se vuelven para él mucho peores de lo que eran antes. Por eso hemos visto la caída de muchos que comenzaron y no pudieran continuar. Si estaban mal antes de la tentativa, peor quedaron después. Es particularmente a las personas muy aferradas al dinero, a los intereses materiales, que esto les ocurre. Esa pasión es muy difícil de ser arrancada, la que más cuesta corregir. De esa manera, es muy raro, por no decir imposible, que un egoísta, apegado al dinero, consiga entrar y mantenerse en el Espiritismo. Se aplica aquí la trascendente frase de Allan Kardec: «Fuera de la caridad no hay salvación». El espíritu aferrado a los intereses materiales, mientras dura ese estado, casi podemos decir que es incapaz de comprender y aceptar el Espiritismo: es ahí la barrera que retiene a la Humanidad. El apego al dinero es señal evidente de falta de caridad y amor al prójimo. Quien tiene ese apego no se encuentra en vías de realizar grandes progresos. El hombre debe procurar atender a sus necesidades, de manera justa y honrosa. Cuando ellas ya están satisfechas, no debe excederse en ambiciones y deseos insaciables. Si es espírita, todo cuanto pueda adquirir, aparte de lo que necesita, debe hacerlo apenas por medios estrictamente lícitos, y de lo que sumar debe distribuir gran parte a los necesitados. Solamente así le será permitido poseer más de lo que necesita, sin caer en responsabilidad. Por el contrario, si no dan a los pobres participación en sus ganancias, por más que éstas parezcan lícitas ante el mundo, serán una usurpación ante Dios. El que así procede, siendo espírita, además de no progresar, retrocede: «Fuera de la caridad no hay salvación». Y que no abuse de los intereses, para los que necesitan de dinero. El espírita debe recordarse de que la felicidad suya no está en la Tierra, sino en el Espacio. Así pues, debe hacer todo lo posible para enriquecer su espíritu con virtudes y buenas obras. Por tanto, no debe olvidar que uno de sus mayores enemigos es el amor al dinero, o sea, el egoísmo, que es el peor y el más fatal enemigo del hombre. Ya tratamos de la manera de combatir esa pasión y la tentación que la acompaña: es hacer a los necesitados participantes de nuestra economía. Eso hará que las iniciativas nuestras y nuestros trabajos redunden en beneficio de los que sufren. Aquel que procede de esta manera tendrá la satisfacción de poseer algo para su bienestar terreno y para su progreso espiritual, pues sus esfuerzos redundan en la práctica del bien. Así, al realizar un buen negocio o realizar un trabajo bien pagado, deberá inmediatamente destinar una cuantía proporcional a lo ganado para remediar los males y las necesidades de los que sufren. Y esto sin dar atención a pensamientos egoístas, a las conveniencias personales, realizando enseguida la buena determinación, pues de lo contrario el espíritu de las tinieblas acude, desbarata los buenos propósitos e inutiliza todo. Cuando a la tentación posesiva, que es aquélla en que el espíritu de las tinieblas penetra en la propia conciencia de la criatura, hay una manera de conocerla y combatirla: basta oponerle un estado de conciencia basado en el deseo de la recta justicia. Por ejemplo: ¿Sentimos repugnancia por una o varias personas? ¿Opondremos a esto un espíritu de caridad a toda prueba? ¿Sentimos un amor excesivo por alguien? ¿Debemos equilibrarlo por el sentido de una justicia recta. Por ejemplo: ¿Es justo que se dé esa preferencia a alguien? Si no es justo, podemos estar seguros de que el sentimiento excesivo es sustentado por algún enemigo del espacio, mayormente si él puede acarrear una pasión o perturbar la armonía en el seno de la familia, o en el círculo de nuestras relaciones. 9. En Mateo, XII:43-45, Jesús enseña que el espíritu inmundo, apartado del hombre, vuelve más tarde, y encontrando la casa limpia y adornada, pasa a habitarla de nuevo, en la compañía de siete espíritus más, peores que él. Y añade: «Y son los últimos actos de esos hombres peores que los primeros». (N. del T.) Ya dejamos sentado que la tentación se manifiesta por muchas maneras. Pero, si nos escudamos en un verdadero sentido de justicia, percibiremos enseguida su presencia y podremos combatirla. En el caso de no poder apartarla tan sólo por nuestra voluntad, tendremos que recurrir a la oración, evocando con ardor y fe a nuestro guía espiritual y a las influencias de espíritus elevados, que atenderán con placer a nuestro apelo, ya que desean siempre nuestro progreso y elevación. Por más aflictiva, por tanto, que sea nuestra situación, nunca debemos dudar del auxilio del Alto, tanto más cuando lo solicitamos. A estos casos es que se aplican las palabras del Señor: «Pedid, y os será dado; Llamad y se os abrirá; Vigilad y orad». Al mismo tiempo, mientras se sufre, es preciso alimentar una paciencia a toda prueba, con serena resignación, que es la manera más eficaz de desanimar al espíritu tentador. Así, si a nuestros estados de alma y a las tentaciones sabemos oponer siempre un sentido de recta justicia y una paciencia y resignación a toda prueba, ofreceremos una barrera al espíritu de las tinieblas, que nunca podrá inducirnos al error, ni causamos cualquier especie de trastorno o retroceso. Por el contrario, todos los males que el espíritu de las tinieblas quiera causarnos, darán un resultado contrario a lo que él desea. Si, cuando sufrimos la tentación, con el sentido de la justicia recta, con paciencia y resignación, al mismo tiempo progresamos y damos pruebas al Padre de que sabemos sufrir en el cumplimiento de la ley, y esperar confiados y resignados. Es ésta la manera suprema de obrar, para los espíritus que viven, ya vivieran y vivirán en la Tierra. Con esa manera, no evitaremos todos los males y sufrimientos que los espíritus atrasados pueden causarnos, más triunfaremos de todas sus acometidas, y los aborrecimientos que les causaremos servirán para hacerlos progresar. Si hacemos así, podremos repetir las palabras de un gran escritor antiguo: «Cuando resistimos a la tentación, ella es la hormiga del león; pero cuando nos entregamos, ella es el león de la hormiga; seamos siempre el león y la tentación, la hormiga, que nada tendremos que temer». De esa manera, seremos dueños de nosotros mismos, pensando, sintiendo y queriendo únicamente lo que el deber nos impone. Y así nos ahorraremos muchas angustias en la vida y nos prepararemos para entrar más tarde en el Reino de Dios. No obstante, nunca debemos olvidar, mientras estemos en la Tierra, que seremos contrariados en todo. La Humanidad aún está muy atrasada, y pocas personas saben cumplir con todos sus deberes. Como tenemos que vivir en relación con muchas personas, tanto en la familia como en el círculo de nuestras amistades, nunca nos faltarán contrariedades. Por eso, en cuanto estemos en la Tierra, debemos vivir alertas, escudándonos en el amor, en la admiración y en la adoración al Padre, sin límites, y poniendo toda nuestra esperanza en la grandeza de su Obra. Es ella la casa donde tendremos que vivir eternamente. Es necesario, pues, seguir la ley divina, enseñada por nuestro Maestro y Señor. Es necesario ponerla en práctica, teniendo gran fe y amor por la palabra del Señor. Y si algún día las angustias de la vida nos persiguen, no olvidemos sus palabras: «Bienaventurados los que sufren, pues de ellos será el Reino de los Cielos», Hagamos que la confianza en su promesa nos dé valor y fuerza para todo, soportar, recordando que la existencia terrestre no es más que un soplo, un período cortísimo de nuestra existencia universal, y que, por los días y las noches que sufrimos en la Tierra, si sabemos conformarnos y seguir el ejemplo de los mártires y de los justos, tendremos mil años de reposo y felicidad. ¡Animaros, mis hermanos! Vosotros que sufrís, dejad que el cuerpo se deshaga en pedazos o sucumba a los golpes del dolor, manteniendo el espíritu fortalecido en la práctica de la sumisión y del valor moral. Permaneced fieles a Dios, el Señor Supremo, en el cumplimiento de su ley. No olvidéis que la recompensa superará todos vuestros anhelos y todas vuestras esperanzas. Aconsejamos, por fin, al hermano que esté angustiado por la tentación que procure un hermano digno de confianza, abriéndole su corazón y pidiéndole su ayuda. Consideremos, sin embargo, que las personas consultadas en esas ocasiones, que bien pueden ser los presidentes de reuniones o de Centros, deben ser prudentes, misericordiosas, caritativas, dulces en el hablar y en el obrar, capaces de toda la abnegación, amando a Dios y sumisas al Señor y sus leyes. Deben considerar, al ser consultadas por esas almas enfermas, que ejercen la función de guías espirituales, y que pueden hacer mucho bien al consultante, si saben responder con seguridad mansedumbre y caridad. Es necesario que haya entre los espíritas personas experientes en la práctica de la virtud, de la caridad del amor al prójimo, de la adoración al Padre y de la veneración al Señor, porque sólo así esos hermanos tendrán luz suficiente para atender a los casos de necesidad, ayudar a los demás y darles la mano en el intrincado laberinto de la vida. ¡Bienaventurado el que se esfuerza para llegar a ese estado! Pues no conocerá las tinieblas y merecerá la confianza de los que viven en el Alto y de los que viven en la Tierra. Es así que, después de esta morada terrenal, llegaremos a entrar en el Reino de Dios.

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