lunes, 26 de octubre de 2009
La muerte en diferentes culturas
El fenómeno biológico de la muerte, desde la aparición del hombre en la Tierra, ha sido observada en algunas culturas, como la continuidad de la vida, siendo estrechamente relacionadas con las creencias religiosas sobre la naturaleza de la muerte y la existencia de una vida después de ella, y en algunos otras, como la negación absoluta de la misma, especialmente en la cultura occidental, donde las religiones han influido notoriamente sobre sus adeptos creándoles un cielo o un infierno, donde estarán irremediablemente destinados hasta el fin de los tiempos.
Todo el ritual que acompaña a la desencarnación del ser, implican importantes funciones psicológicas, sociológicas y simbólicas para los miembros de una colectividad y tiene que ver, no sólo con la preparación y despedida del cadáver, sino también con la satisfacción de los familiares y la permanencia del espíritu del fallecido entre ellos.
En todos los pueblos primitivos se han encontrado vestigios de la creencia en la inmortalidad del alma, sin que esos grupos étnicos jamás mantuvieran cualquier contacto entre ellos.
Habitando distintos puntos del planeta, desarrollando su propia cultura, en ellos se presentan los mismos cultos no obstante las conquistas alcanzadas, todas basadas en la certeza de un principio creador, justo y sabio, que recibe, para juzgar, a aquellos que retornan de la Tierra después de la muerte física.
La mitología de cada país es un océano de hechos espirituales, en el cual desembocan los ríos del conocimiento que se confunden, por identidad de informes, con respecto a la continuación de la vida después del desgaste carnal.
Los primeros entierros de que se tienen evidencias son de grupos de Homo sapiens. Además, los restos arqueológicos indican que ya el hombre de Neandertal pintaba a sus muertos con ocre rojo. Las prácticas de lavar el cuerpo, vestirlo con ropas especiales y adornarlo con objetos religiosos o amuletos son muy comunes. A veces al fallecido se le atan los pies, tal vez con la intención de impedir que el espíritu salga del cuerpo. El tratamiento más meticuloso es el del embalsamamiento, que nació, casi con seguridad, en el antiguo Egipto. Los egipcios creían que el cuerpo tenía que estar intacto para que el alma pudiera pasar a la siguiente vida, y para conservarlo desarrollaron el proceso de la momificación. En la sociedad occidental moderna se realiza este proceso para evitar que los familiares tengan que enfrentarse con el proceso de putrefacción de los restos.
Para los Sumerios, el difunto entraba en el Kur, el “Gran Abajo”. Allí presentaba ofrendas a los dioses con los que se quería conciliar. Luego era acogido por otros muertos con los que viviría en el “País sin Retorno”.
Para los egipcios, el alma del difunto accedía al reino de Am-Duat, donde se beneficiaba de los favores de Osiris, dios de la inmortalidad. Pero antes de vivir en paz para toda la eternidad, el alma tenía que sufrir varias pruebas reveladas en el Libro de los Muertos, llamado así por los arqueólogos que encontraron el manuscrito, pero que sería más correcto traducir como Libro de la Salida a la Luz del Día. En el antiguo Egipto, la muerte no era considerada como un final en sí mismo, sino como un nacimiento.
Los funerales de los gobernantes representaban un evento religioso para la población; además, las Pirámides eran un símbolo y prueba de la autoridad real, pues los faraones encarnaban la permanencia social, la autoridad espiritual y temporal y su muerte ponía en peligro todos estos elementos.
En la India, las creencias en la reencarnación se basan en un sistema complejo que permite saber si el alma del difunto volverá o no a la Tierra. Según el Hinduismo, existen 16 puertas divididas en tres grupos por las que el alma puede salir. Según el grupo de puertas por las que se escapa, podrá acceder el difunto a un reino superior, o tal vez renacerá, o bien, finalmente se transfigurará y entrará definitivamente en un ciclo de renacimientos.
En Grecia, Egipto y la China, los esclavos, a veces, eran enterrados con sus amos, ya que se creía que en la otra vida el muerto iba a seguir necesitando sus servicios.
En la India, llegado al lugar previsto para la ceremonia, el cortejo se paseaba alrededor del féretro y antiguamente, en algunos grupos, la viuda realizaba el suttee, es decir, se autoincineraba en la pira funeraria del marido. Finalmente las cenizas se depositaban en un río considerado sagrado.
En Tailandia, después de la cremación del monarca, el nuevo rey y los miembros de la familia real tradicionalmente buscaban entre las cenizas fragmentos de huesos. Estas reliquias se convertirían en objetos de culto que, de forma indirecta, significaban la continuidad de la presencia y autoridad del monarca fallecido.
Pueblos griegos y latinos representaban a la muerte como una figura triste, con una antorcha apagada. En el cristianismo, se simboliza con un esqueleto armado de una guadaña.
Según el antropólogo B. Malinowski, los nativos de las islas Trobriand, cuando celebran su fiesta anual de la Milamala, tienen especial cuidado de no exponer al aire ningún tipo de punta, extremo de lanza u objetos punzantes, ya que estos podrían dañar a los espíritus de sus difuntos, que en tal fecha acuden en masa a sus poblados para celebrar con ellos tan importante efemérides.
El ritual funerario varía acorde con las costumbres de cada pueblo. En todas las sociedades se prepara el cadáver antes de colocarlo en el féretro, y su despedida está en función de las creencias religiosas, el clima, la geografía y el rango social. La cremación se práctica en algunas culturas con la intención de liberar el espíritu del muerto. La exposición al aire libre es común en las regiones árticas y entre los parsis (seguidores de una antigua religión persa, el zoroastrismo), donde también tiene un significado religioso. Practicas menos comunes son arrojar el cadáver al agua después de un traslado en barco y el canibalismo.
En las sociedades precolombinas de América, la muerte era un acontecimiento muy ritualizado, lo que obligaba a ceremonias de todo tipo, acompañadas de ofrendas, alimentos y objetos de acompañamiento y regalos de mucha utilidad durante el largo viaje que se iniciaba tras la muerte.
Entre los Mayas se diferenciaba el enterramiento según la clase y categoría del muerto. La gente ordinaria se enterraba bajo el piso de la casa, pero los nobles solían ser incinerados y sobre sus tumbas se erigían templos funerarios.
Los Aztecas, que creían en la existencia de paraísos e infiernos, preparaban a los difuntos para un largo camino lleno de obstáculos. Tenían que pelear para poder llegar al final y ofrecer obsequios y regalos al señor de los muertos, que decidía su destino final.
Entre los indígenas americanos se creía que el alma de los difuntos viajaba a otra parte del universo, donde disfrutaba de una vida placentera mientras que desarrollaba las actividades cotidianas. El alma de los desdichados o perversos, vagaba por los alrededores de sus antiguas viviendas, provocando desgracias.
La Iglesia Católica instituyó el 2 de noviembre como el Día de los Difuntos, cuyo objetivo es interceder ante Dios con oraciones, sacrificios y limosnas por las almas del purgatorio para que abandonen esta morada y vayan al cielo. Fue declarado por primera vez en los monasterios Cluniacenses en el año 998.
En culturas como la mejicana, se cree que las almas de los muertos vienen a visitar a sus amigos y familiares, por ello acuden a los cementerios para arreglar las tumbas y colocar flores, velas y alimentos. Para ellos, no es un día de duelo, sino de celebración, con desfiles mercadillos y conciertos.
A través de la antropología se ha logrado determinar que existen cuatro elementos simbólicos principales en las prácticas funerarias. El primer simbolismo es el color negro, el cual es asociado con la muerte en algunas culturas y en la actualidad esta ampliamente difundido. El segundo elemento es el pelo de los familiares, que puede estar rapado o, por el contrario, largo y desordenado en señal de tristeza. El tercer elemento son las actividades ruidosas con golpes de tambor o cualquier otro instrumento y el cuarto elemento, es la utilización de algunas prácticas mundanas en la procesión con el cadáver.
En las sociedades occidentales modernas, los rituales funerarios engloban velatorios, procesiones, tañido de campanas, celebración de un rito religioso y la lectura de un panegírico. El deseo de mantener viva la memoria del difunto ha dado lugar a muchos tipos de actos, como la conservación de una parte del cuerpo como reliquia, la construcción de mausoleos, la lectura de elegías y la inscripción de un epitafio en la tumba.
Uno de los más intrigantes problemas humanos, ha sido la interpretación del hombre sobre la vida, después del fenómeno de la muerte. Saber si la vida se acaba cuando sufre la transformación material, ha constituido un gran desafío para la inteligencia.
La documentación es preciosa y muy amplia, y es periódicamente reexaminada y aumentada con nuevos hechos y datos que la enriquecen más y la mejoran. Si la vida fuera destruida con la muerte, ella no tendría sentido en sí misma, ni finalidad, en razón de su fragilidad y brevedad.
Para los materialistas, la muerte es el fin de todo, pues la vida se reduce a nacer y morir: No creen que algo sobreviva después de la muerte, ni en el alma o espíritu, no creen en Dios, y por consecuencia creen que extinguida la vida material todo se acaba. Los materialistas son tan orgullosos que no admiten la posibilidad que exista alguien superior a ellos, e ahí la causa de no creer en Dios.
Pero, si sólo existe la materia, ¿cómo surgió el universo con leyes inmutables, perfectas y organizadas? Si el hombre no creó el cielo, las estrellas y las demás obras de la naturaleza, con gran perfección, todo nos lleva a creer en un ser superior llamado Dios. Se reconoce al creador por su obra.
Bien, si creemos en Dios, ¿porqué nos crearía para después aniquilarnos? ¿Usted que es padre o madre, le gustaría que sus hijos murieran para siempre? Si nosotros que somos seres imperfectos, y no queremos que nuestros hijos mueran, imagínese a Dios que es infinitamente perfecto, justo y bueno. Tenga la certeza que él no quiere eso para nosotros.
Los espiritualistas creen que existe un alma o espíritu que sobrevive después de la muerte física, pero su destino está definido por su conducta en una única existencia. Para ella sólo hay dos posibilidades: el cielo eterno para quienes hicieron el bien o el infierno eterno, para quienes hicieron el mal.
No creen que los muertos puedan comunicarse con los vivos, porque Moisés lo prohibió (Deuteronomio 18:10 - 12 y Levítico 19:31 y 20:27). Ahora, si Moisés lo prohibió es porque era posible comunicarse con ellos, pues nadie prohíbe algo imposible. Y, si los muertos van al cielo o al infierno de acuerdo a su comportamiento en la vida, ¿por qué entonces, vamos al cementerio a recordarlos y orar por ellos? Se supone que ellos no nos oyen más, o no podemos interceder por ellos, puesto que su suerte está irremediablemente definida. Jesús, nos mostró que podía ser posible el intercambio entre vivos y muertos, conversando con Elías y Moisés en el Monte Tabor.
La demostración mediúmnica de la inmortalidad del alma, proporciona valor al hombre, cuyos horizontes se hacen más amplios y lejanos, asignándole posibilidades infinitas y realizaciones sin término.
Desde entonces, los valores éticos se agigantan y el amor adquiere una dimensión ilimitada, uniendo a todos los seres bajo el árbol de la fraternidad que impulsa a la búsqueda de la felicidad por medio del trabajo y de la lucha que subliman.
Vemos a madres de criminales que lloran por sus hijos que están presos, pidiendo a Dios su regeneración. Jesús, el amigo excelso, nos enseñó que debemos perdonar siempre, ¿por qué Dios, que es más perfecto y bueno que nosotros no nos perdonaría nuestros errores? Dios nos perdona siempre. Si caminamos en el error, con certeza iremos a zonas de sufrimiento, pero saldremos de allí, arrepintiéndonos y reparando el mal que realizamos. Si nos vamos para el “infierno” o los “umbrales de la vida”, no es porque Dios nos castigó, sino porque transgredimos las Leyes de Dios, y esta ley, como todas las otras, da una reacción a cada acción que practicamos.
La iglesia decidió arreglar en parte el equívoco de las penas eternas, en el año 593, creando el llamado purgatorio, sitio donde las personas que tenían pecados leves podían ser salvadas con oraciones pagadas. En la época de la Inquisición, existían las llamadas indulgencias, donde cada pecado tenía un precio. De acuerdo a esto, sólo los ricos que estaban en el purgatorio podían ser “salvados”, pues los pobres no tenían el dinero para comprar sus pecados.
Sin embargo, el dinero fue utilizado para construir el imperio de la Iglesia Católica, donde se encuentra hoy el Vaticano. Lutero que era católico, percibió tales disparates y desencadenó, en el siglo XVI, el movimiento llamado Reforma Protestante, creando una nueva religión que abolió las imágenes, las indulgencias y buscó seguir la Biblia al pié de la letra. A raíz de ello, Lutero fue excomulgado de la Iglesia Católica.
Para la cultura Espírita, la muerte no existe, pues somos espíritus inmortales y solo cambiamos de plano cuando dejamos la vida física, ya que retornamos a nuestra patria espiritual. Para nosotros no existe ni el cielo, ni el infierno, solo estados de conciencia. Es decir, quienes son buenos, tienen la conciencia tranquila y viven en paz; pero para aquellos que persisten en el camino del error y del mal, sufrirán penas morales por los actos practicados y solo saldrán de ese estado, cuando se arrepientan y reparen el mal que hicieron.
La Tierra ya no es el punto final, la estancia única para el ser, sino que es una escuela para el aprendizaje y para la adquisición de la experiencia, lo cual, trabaja a favor del perfeccionamiento del espíritu.
El dolor deja de ser un castigo de la vida para transformarse en inevitable efecto de la opción personal de cada cual, que escoge tal o cual camino, de paz o de violencia, de esfuerzo o pereza para crecer y progresar.
Por eso, el día de los muertos, recordémonos siempre de nuestros familiares y amigos desencarnados, con alegría. Y no nos olvidemos de prepararnos para nuestra partida de este mundo, mejorando nuestra conducta moral ante nuestro prójimo y procurando no apegarnos mucho a los bienes terrenales, para que cuando regresemos al mundo espiritual podamos llegar con nuestra conciencia tranquila.
La mentora espiritual Juana de Angelis, en su libro “Autodescubrimiento”, nos enseña que “el dolor ante la muerte de un ser querido, es consecuencia entre otros factores, de atavismos psicológicos, filosóficos y religiosos, que no educaron al individuo a considerar natural, como lo es, al acontecimiento que forma parte del proceso orgánico para el cual la vida se expresa”.
“La propia conceptuación de la muerte como fin, es frágil e insostenible, porque nada se extermina y los muertos no han interrumpido el flujo existencial. Se transfieren de onda vibratoria, se dislocan temporariamente, pero no se aniquilan. Continúan viviendo, se comunican con aquellos que quedaron en la Tierra , establecen nuevos lazos de intercambio, aguardan a los afectos y los reciben, a su vez, cuando desencarnan”.
“Es justo que se sufra el dolor de la separación, que se llore la ausencia, que se interrogue en silencio cómo se encontrará en la nueva situación el ser amado. No obstante, la desesperación no se justifica, por no ecuacionar ni llenar el vacío que queda”.
“Manifestar el dolor mediante los recuerdos felices, señalados por el rocío de las lágrimas, revivir episodios marcantes con ternura, repartir los haberes con los necesitados en su memoria, envolverlos en oraciones y crecer íntimamente, son recursos valiosos para la liberación de las amarguras consecuentes de la muerte”.
Con la Doctrina Espírita existe “la esperanza del reencuentro, de la comunicación y gracias al afecto preservado, se ilumina, se suaviza y mantiene sólo las señales de la gratitud por haber disfrutado de esa presencia querida”.
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