miércoles, 24 de diciembre de 2008
Los mantos de Espuma
Dices bien (nos dice un espíritu), la playa cubierta de espuma es de un efecto sorprendente y grandioso sobre toda ponderación. No hay salón de rico potentado que tenga alfombra mejor trabajada ni techumbre más esplendorosa.
Ayer te acompañé en tu paseo, me asocié a tu contemplación, oré contigo, y no te he dejado ni un segundo, porque deseaba contarte un episodio de mi última existencia íntimamente enlazada con los mantos de espuma que tanto te impresionaron, mantos como ningún César tuvo tan hermosos, porque el manto de Dios es superior en belleza a todas las púrpuras y armiños de la tierra.
En mi última encarnación pertenecí a tu sexo, y a semejanza de Moisés, me arrojaron al mar en un lindo cestito de mimbre, en una hermosa mañana de primavera. Un niño de diez años que estaba jugando a la orilla del mar, vio mi cuna y, dominado por infantil curiosidad, se lanzó al agua, y momentos después saltó a tierra ebrio de felicidad, porque sin esfuerzo alguno había conseguido coger el objeto codiciado, el cestito de mimbre color de rosa que se había sostenido a flor de agua. Grande fue su sorpresa cuando al abrirlo encontró dentro una tierna criatura
envuelta en encajes y pieles de armiño. Con tan precioso hallazgo corrió presuroso a buscar
a sus padres, que eran colonos de un gran señor, los que al verme me acariciaron, y la buena Ernestina se apresuró a prestarme toda clase de solícitos cuidados. Aquel mismo día cayó sobre mi frente el agua del bautismo. Decidieron llamarme María del Milagro, que milagro patente fue mi salvación para aquellas buenas gentes, que ignoraban si mi cuna había sido arrojada a los mares desde lejano continente, o en la misma playa donde mi salvador me vio. ¡Cuan lejos estaban ellos de creer que yo era hija de un opulento señor y de una dama nobilísima que fue a ocultar su deshonra tras los muros de un convento!
Mis bienhechores me acogieron como un presente del cielo, mi libertador me quiso con delirio, crecí en los brazos de Augusto, fui completamente dichosa, cuantos me rodearon me querían, pero sobre todo Augusto, que tomaba parte en mis juegos de niña, y el día que cumplí 15 abriles él mismo colocó en mis sienes la simbólica corona de azahar, jurándome al pie de los altares consagrarme su vida y su amor. A los 16 años fui madre de un niño hermosísimo, que acabó de completar mi dicha. Mi pequeño Rafael era mi encanto. Tan bueno como su padre, vivía en mis brazos, siempre sonriéndose y acariciándome. Fuerte y robusto, al cumplir un año corría por la playa jugando con la arena y con la espuma de las olas. Una tarde estaba yo en la orilla del mar,
que era el sitio predilecto de mi Rafael, viéndole jugar y correr. Aún le veo con su batita color de rosa pálido, sus rubios cabellos, sus ojitos azules y su frente más blanca que la azucena. Se acostaba en la arena y le gustaba que la espuma de las olas le cubriera: al sentir sus caricias mi niño se reía alegremente; se levantaba, corría, gritaba, me besaba cariñosamente y volvía a emprender su carrera. Yo corría tras él, y hasta mi Augusto tomaba parte en nuestros juegos.
Aquella tarde estaba sola con mi hijo, pues mi esposo había ido a la ciudad; negras nubes cubrían el horizonte, pero yo estaba tan acostumbrada a vivir en la playa, donde había jugado cuando niña, donde mi alma se despertó al amor, donde había recibido los primeros besos de mi hijo, que no me causaban temor ni las nubes, ni las olas, por altas que se elevaran; tenía profunda confianza en ellas; les guardaba inmensa gratitud por haber mecido mi frágil cuna.
Mi Rafael jugaba como de costumbre, huyendo y buscando la espuma. Se acercó a la orilla, se inclinó, vino una ola con gran violencia y arrebató a mi hijo. Al verle desaparecer, me arrojé tras él sin medir el peligro y perdí la razón, para no recobrarla sino dos años después. Unos pescadores vieron nuestra caída, y vinieron en nuestro auxilio, con tan buena suerte, que nos salvaron, pero yo no murmuré una queja. Cuando volvió mi Augusto, encontró a sus padres completamente desesperados, porque yo parecía una idiota, mirando a mi hijo sin llorar y sin reír. El niño me llamaba, pero su voz no me causaba la menor emoción. De aquel estado de idiotismo pasé al de la locura más violenta, y mi adorado Augusto, sin consentir que me quitasen de su lado, vivió dos años muriendo, aunque sin perder las esperanzas de mi curación. Mi padre contribuyó poderosamente a hacer menos triste la suerte de mi atribulada familia, pues aunque nunca dijo a mi esposo que él fuese el autor de mis días, demostró un interés por mi curación verdaderamente paternal, pagando a una notabilidad, médica cuantiosísimas sumas para que permaneciese constantemente a mi lado el que a muchos dementes les había devuelto la razón.
Dos años viví entre dolorosas alternativas de calma estúpida y de furor terrible,
hasta que una tarde tempestuosa dispuso el doctor hacer la última prueba. Mi esposo fue con mi hijo a la playa. Las olas llegaban a mis pies sin que me hicieran la menor impresión, cuando una ola más fuerte que las demás me cubrió de espuma, y mi hijo se arrojó en mis brazos, gritando: "¡Madre mía...! ¡Madre mía...!" La conmoción fue violentísima, pero Dios tuvo piedad de nosotros; lágrimas dulcísimas afluyeron a mis ojos y abracé a mi hijo con verdadero frenesí, mientras el médico me decía: "¡Llora, llora, pobre madre, llora de alegría! Un manto de espuma envolvió a tu hijo, y dentro de ese manto ha vivido dos años esperando que tú vinieras a sacarle de su ne vada prisión; acógelo en tus brazos, no le sueltes."
No era necesario que me lo encargaran, pues lo tenía apretado contra mi pecho, y hasta que me vi dentro de mi casa no lo separé de mis brazos. Desde aquella tarde feliz, mi curación fue rápida. La mejor medicina era ver a mi hijo más hermoso que los ánge les, con sus cabellos de oro, su alegre sonrisa, que corriendo en todas direcciones siempre venía a refugiarse en mis brazos.
Dejé la tierra muy joven. Era tan dichosa que mi felicidad truncaba las leyes de ese planeta; me desprendí de mi envoltura sonriendo, mirando los mantos de espuma que las olas dejaban en la playa. Mi esposo, cumpliendo mi última voluntad, dejó mi ataúd tres días expuesto a la
orilla del mar. Quise que las olas acariciaran mi féretro, ya que un día mecieron mi cuna.
Aun mis descendientes, en las largas noches de invierno, cuentan a sus pequeños la historia de sus antepasados, figurando en primer lugar la leyenda de María del Milagro, que muchos creen fabulosa y que sin embargo es verdad. Mi Augusto y mi Rafael han vuelto a la tierra, y yo desde el espacio les sigo con mirada amorosa, complaciéndome aún acercarme a las orillas del mar porque me recuerdan mi último idilio de amor terrenal.
Triste es ese mundo en comparación de otros planetas, pero viviendo como viví, tan amada de mi esposo, de mi hijo y de cuantos me rodearon, es un pequeño paraíso, un oasis bendito, un puerto de bonanza, donde el alma vive dichosa si quiere y se ve querida. Tú admiras como yo admiraba los mantos de espuma que extienden ufanos sobre la arena sus encajes de nieve. También para ti tienen una historia que hoy no recuerdas ni me dejan recordártela. Te agradezco la amabilidad que has tenido aceptando mi comunicación; cuando estés en la orilla del mar consagra un recuerdo a María del Milagro...
(Memorias del Padre German, Amalia Domingo Soler).
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